‘Guitarra coral’. Guitarra: Yerai Cortés. Palmas y coros: María Reyes, Triana Maciel, Nerea Domínguez, Elena Ollero, Salomé Ramírez y Macarena Campos. Iluminación: Andreu Fàbregas. Lugar: Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián. Día: Domingo, 17 de noviembre. Aforo: Casi lleno.
El grupo coral de mujeres de blanco y el guitarrista alicantino comenzaban la noche del domingo donostiarra con una fiesta, una celebración. El teatro, repleto de un público que no parece el común de un espectáculo de flamenco. El ambiente oscuro, sobrio, sin más aparatos, sin mucho artificio, un haz de luz, una guitarra, unos bancos rojos, y los cuerpos.
La fiesta, la celebración, por verdiales se activó, un ritmo de arena y botines. Su dedo índice levantado busca el compás que sale de las voces al unísono, voces de alegría. Unas novias alegres, celebrando, contentas, una comunión. Todas de blanco pero auténticas, ni los mismos zapatos, ni los mismos trajes, la comodidad, el estar a gusto, la reunión brindada para todas, un salón de gala, un parque, un parque de majestades, el centro cultural de las generaciones, con todas sus horas de recreo: la festividad del día, el llanto de la noche, la alegría del amanecer y yo que me acuerdo de ella justo en ese momento, en el que se acaba la noche; empieza el día.
La guitarra de continuo, no se va, la agarra y se la lleva, acompañándose, a ellas, a él; a ellos y a nosotros, el espíritu de todos acompasados por los cristales rotos que deja la guitarra sobre el escenario.
El espectáculo parece estar compuesto desde una habitación, un cuarto propio, un estar juntas, un lugar de intimidad y deseo. El público queda casi olvidado, Yerai nos da la espalda y se dirige sentado a ellas, les ofrece unos acordes, ellas sonríen, en sintonía dan palmas, todo se obedece, todo tiene orden, de la sencillez surge la excelencia. ¡Con qué poco!
Yerai conoce las formas de un recital de guitarra, de los de Paco, de los de Sabicas, el tiempo de la madera, la melancolía de medio limón cortado en la cocina de una casa de verano.
No se olvida del silencio que lo coloca entre sábanas de lino. Un grillo las invita a llorar, a «llorar de pena, la sangre que corre por las venas», y de nuevo el río llega a un dique repleto, la voz de Yerai que canta susurrando repite en bis lo que ya todos tenemos metido dentro, entró por los pies, y ahora no sale del pecho.
Hay un lenguaje, un poder misterioso que todos sentimos. Alguien del público comentó al salir que es su primer espectáculo de flamenco al que asiste y que le ha transmitido mucho, mucha fuerza emotiva recorría su cuerpo. Y es que el lenguaje en el que se dispone el espectáculo viene de algo profundo. Como decía Walter Benjamin, «la traducción del lenguaje de las cosas no ocurre entre los lenguajes sino en el interior mismo del lenguaje, entre el lenguaje de las cosas y el lenguaje de los humanos». Ahí es donde considero que está la dificultad, en producir esa traducción, en sacar lo que hay dentro y ponerlo encima, delante. Yerai no solo lo deja encima sino que lo coloca sutilmente en una mesita de noche; una perdiz en otoño; la llamada de una amiga que te abraza con su voz. Yerai nos lo dio, nos ofreció la traducción y nosotros lo entendimos, esa lengua tan antigua, tan de siempre, tan de mirar una lumbre en una casa de familia, entre la castaña y la oliva.