LVI Festival de Jazz de Barcelona 2024. Serie Flamenca ‘De cajón’. Cante: Israel Fernández. Guitarra: Diego del Morao. Percusión: Ané Carrasco. Palmas y jaleos: Markito Carpio y El Pirulo. Lugar: Palau de la Música Catalana de Barcelona. Día: Viernes, 11 de octubre de 2024. Aforo: Lleno.
Bajo las farolas del Borne y su caminar gris, nació un Palacio de las Musas, un templo al arte escondido entre los pasajes de la Barcelona antigua. El pellizco de Israel Fernández, el aire de Diego del Morao, junto a la percusión de Ané Carrasco y las palmas y jaleos de Markito Carpio y El Pirulo, dieron una
lección de linaje y virtuosismo ante el público catalán.
Lloraron los lirios su duca malva, posando en la guitarra sus huellas con paciencia triste, aguardando la pena para el cantaor, melancolía que recoge Israel con la delicadeza de una taranta. El público mudó en sus esculturas el quebranto, abrazando el metal con piedras frías, y acabó rompiéndose al silencio con una gran ovación.
Fue entonces que el artista se encontró cómodo para confesar su nerviosismo, reconociendo el Palau como un santuario, donde «para llevarse bien con los nervios, hay que cantar con todo el corazón, el respeto y la humildad».
De pronto el compás de Ané retumbó contra los vidrios del Palacio, una soleá por bulerías goteando cristales bajo el morar gitano de las cuerdas, un llanto conjunto, un golpe rotundo de lágrimas, clavándose en las pupilas de los asistentes, donde el cante tradicional volaba sobre la umbría frondosa y cárdena de un bosque andaluz.
«Las sabanitas de mi cama tienen lástima de mí, en ver como yo te lloro, cuando me acuerdo de ti».
Y vino el dolor con un tiento suave, su abolengo de sollozos, un jadeo de tristeza que agarró al aire para volar por tangos…
«Toma mi pañuelo, y cúrame las heridas, que si tú no me las curas, se me va la vida».
Y el templo se puso en pie, bendiciendo con jaleos el inundar de quejíos que empapaban las maderas y mosaicos de sangre calí…
Diego, solo ante el compás, o El compás, solo ante Diego
Quedó Jerez solitario en las tablas, sus raíces de alba rompieron el suelo y elevaron la voz de su herencia hacia el aire, como elevan las farolas su luz al huir de una alameda vieja. Bulería de la Frontera, dolor añejo que arrastra a los gitanos a desafiar el tiempo, soñando por el ritmo como columnas de mármol, latiendo con destino a la muerte. Diego del Morao hizo justicia a su nombre, su trabajo y su dinastía, un toque fraguado en la madrugada por un viento ancestral, que vuela por el teatro a través de sus uñas. Su técnica innata vaciló al aire para danzar entre las noches, al igual que un sueño.
La soledad de Israel
«Si hay algún pianista en el público, que me perdone», avisó el cantaor, explicando que sus nociones de piano son básicas, que las aprendió de niño en la iglesia. «Así que, si algún pianista hay, no me echéis nada en cara», zanjó con una sonrisa humilde que acompañó la carcajada y el aplauso del público. Se sentó frente al piano, y recordó a Lorca en la pena granaína, y a Picasso en la tristeza malagueña, moviendo su pellizco entre ébanos y tercios, frases de metal delicado que asomaban por un suave rasguño de plata.
«Ay, pequeña la casa donde nos quisimos, es verdad que era pequeña, y pa’ qué quiero yo un castillo, si no te tengo a mi vera, si a mí me falta tu cariño».
Y el Palau tembló de amargura… Por si fuera poco el dolor que nos ahogaba, llegó el castigo, la extrema unción de la fatiga, el entierro y las tumbas… «Voy a cantar un poquito por seguiriyas”. Acompañado por el genio tocaor dio comienzo el palo más sangriento de este arte, arañado con garras de alma y tormento de siglos. Diego preparó la oscuridad con templanza, y la voz de Israel entró al compás como un río de jinetes azules derribando toda tierra con sus pezuñas. Maestría del daño, técnica del puñal, una duquela negra nacida en Jerez y forjada en Toledo.
Después de tanto pesar aterrizó la fiesta, unas bulerías rebosantes de virtuosismo. La destreza sobre el escenario, por parte de todos, dio un recital de compás, usando el céfiro de Diego para entrar al siguiente tercio sin remate, una destreza que parecía imposible de creer, una barbarie genuina sobre el tempo, arrancado de tierras hindúes y ofrecido con descaro al público, que se levantó al unísono para el último jaleo, atiborrando de aplausos y vítores los
ornamentos del Palau.
Tras este desfase incontrolable de alegría, llegó un momento de comedia. El cantaor decidió comentar que en la oración previa al concierto, su compañero Markito incluyó en el rezo: «Dios mío, gracias te doy, por las turbulencias que habían en el avión y no ha pasado ná’».
Luego de unas risas, la pena volvió al campo de batalla a través del fandango. Estos intérpretes, cuyo dominio en la pesadumbre es impecable, rozan al daño con soga y cobre, terminando el recital con unos versos de Manuel Vallejo:
«Y a disgustos estás viviendo.
Si no puedes olvidarme
y a disgustos estás viviendo,
¿Por qué a buscarme no vienes?
Que yo te sigo queriendo,
lo mismo que tú me quieres».
Todos en pie, ovacionaron sin descanso hasta teñir Barcelona de aplausos y tributos al arte. Los flamencos, para despedirse, se fueron de las tablas por bulerías. «La turbulencia, ay la turbulencia», con pataítas de Markito, Ané, El Pirulo y Diego, acompañadas por el auditorio en el compás y el júbilo…
La servidumbre hacia la música de tales genios hace del Palau un lugar idóneo para su expresión, una artesanía que hizo rezumar bronce de las estatuas y los mármoles del Palacio. ¡Dios los bendiga!
Fotos: Jordi Calvera.